Fuente: Catholic.net
Seguramente a todos los padres de familia nos gustaría que nuestros hijos compartieran con nosotros esa valoración de las cosas, que asumieran los valores que nosotros consideramos importantes. Nos da miedo que se equivoquen en algo tan importante, que consideren alguna cosa como algo valioso y apetecible, y que en realidad no sea más que un espejismo.
¿Hay alguna manera de asegurar que ellos asuman unos valores realmente valiosos? O dicho de otra manera, ¿puedo enseñar a mis hijos a apreciar los mismos valores que a mí me parecen importantes? La respuesta es que sí, aunque naturalmente no se puede asegurar completamente. Se puede afirmar que, si se intenta de manera coherente, los resultados son apreciables. Por otro lado también conviene asegurarse de que los valores que tenemos son realmente lo mejor que podemos ofrecerle.
Como es lógico, es del todo imposible tener la certeza de que los valores que consideramos primordiales son tan importantes como nos parece. Pero como mínimo, debemos valorar nuestra propia coherencia. Si nuestra conducta no se adapta a nuestra escala de valores, revisemos nuestra conducta o nuestra escala de valores y cambiemos alguna de las dos. Generalmente debería ser nuestra conducta lo que tendríamos que cambiar.
Una vez decididos los valores que vamos a enseñar, veamos cómo hacerlo.
Básicamente hay dos procesos para conseguirlo: la inmersión y la convicción intelectual.
1. Inmersión
Referido a la educación de los valores, "inmersión" se refiere a hacer que nuestros hijos estén, inmersos en un ambiente en que nuestras maneras de actuar dan testimonio de los valores que intentamos comunicar.
Los niños, desde el primer momento, actúan imitando las conductas y actitudes que ven a su alrededor. Mas tarde, a través del lenguaje, llegan a comprender las razones por las que sus padres actúan así. De este modo, la manera de actuar de los padres, maestros y cualquier persona formadora, y las razones por las que lo hacen, conforman una especie de fluido que envuelve al niño y que penetra dentro de su inteligencia y de los hábitos que va adquiriendo. Y casi sin proponérnoslo, va asumiendo nuestros valores. Estoy hablando del ejemplo que damos el padre y la madre al unísono y que es muy significativo cuando los hijos son pequeños.
Pero en realidad no está todo resuelto, ni mucho menos. El fluido ambiental que rodea a nuestros niños no es únicamente el ejemplo de los padres y maestros. Hay otros muchos ejemplos e influencias que flotan en el ambiente (gran familia, amigos, compañeros, profesores, medios de comunicación...) y que también penetrarán en la inteligencia de nuestro hijo y en los modos de actuar que imita. Y como quizás muchos de esos ejemplos e influencias sean negativos nos preguntamos si podemos hacer algo para minimizar su influencia. Sin lugar a dudas la respuesta es sí. Podemos hacer como mínimo cuatro cosas:
- Dedicar el máximo tiempo posible a la convivencia familiar, con la intención de que, cuanto mayor sea el tiempo de convivencia familiar, menor influencia ejercerán otros ejemplos. Hay que aprovechar motivar a las familias de los alumnos para que apoyen en este campo.
- Estrechar nuestras relaciones afectivas con ellos. El ejemplo es mucho más decisivo cuanto más importe a los niños la persona que lo ofrece. Será, por lo tanto muy importante mostrarle nuestro cariño y aceptación habitualmente.
- Enjuiciar las actuaciones o afirmaciones de otros cuando contradigan nuestros propios valores, eso sí, con respeto. Ya que no podemos evitarlos, al menos presentemos ante sus ojos elementos críticos.
- Desarrollar en ellos hábitos de conducta relacionados con valores importantes. Estos hábitos son especialmente importantes en los seis o siete primeros años. Durante esos años podrá aceptar sin dificultad las conductas que le proponemos los padres por la confianza que deposita en nosotros. Así, cuando tenga más edad podrá relacionar su modo habitual de comportarse con los valores que entraña. Entonces el mismo hábito formará parte del ambiente que le rodea por lo que le será más fácil aceptar como bueno algo que le resulta muy familiar.
2. La convicción intelectual
No es otra cosa que apreciar algo como bueno, conveniente o útil para sí mismo o para los demás mediante el razonamiento lógico. Es un recurso que se puede utilizar cuando nuestros hijos son un poco mayores, cuando, paralelamente a su llegada a la adolescencia, comienzan a tener recursos intelectuales suficientes para establecer relaciones entre distintos valores y para deducir las posibles causas y consecuencias de las diferentes maneras de comportarse.
La manera de entrenar su capacidad de razonamiento y, con ella, la de apreciar los valores más importantes será mediante el diálogo y el debate de ideas. En este momento en que los hijos empiezan a percibir que no somos las personas perfectas y todopoderosas que imaginaban cuando niños, es la ocasión de enseñarles a apreciar los valores, no ya por la confianza que les inspirábamos sino por la fuerza de la lógica.
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